martes, 7 de septiembre de 2010

Hábito Lector No 6 - Décimo


INSTITUCIÓN EDUCATIVACOMPARTIR SUBA
GUÍA DE HÁBITO LECTOR No. 6
GRADO DÉCIMO


EL MORTAL INMORTAL
Mary W. Shelley

Día 16 de julio de 1833. Éste es un aniversario memorable para mí; ¡hoy completo mi tricentésimo vigésimo tercer año.

¿El Judío Errante?... Seguro que no. Más de dieciocho siglos han pasado por encima de su cabeza. En comparación con él, soy un Inmortal muy joven.

¿Soy, entonces, inmortal? Ésa es un pregunta que me he formulado a mí mismo, día y noche, desde hace trescientos tres años, y aún no conozco la respuesta. He detectado una cana entre mi pelo castaño, hoy precisamente. Eso significa, con toda seguridad, deterioro. Pero puede haber permanecido escondida ahí durante trescientos años; a algunas personas se les vuelve completamente blanco el cabello antes de los veinte años de edad.

Contaré mi historia, y que el lector juzgue por mí. Al menos, así conseguiré pasar algunas horas de una larga eternidad que se me hace tan tediosa. ¡Eternamente! ¿Es eso posible? ¡Vivir eternamente! He oído de encantamientos en los cuales las víctimas son sumidas en un profundo sueño, para despertar, tras un centenar de años, tan frescas como siempre; he oído hablar de los Siete Durmientes... De modo que ser inmortal no debería ser tan opresivo para mí; pero, ¡ay!, el peso del interminable tiempo..., ¡el tedioso pasar de la procesión de las horas! ¡Qué feliz fue el legendario Nourjahad! Mas en cuanto a mí...

Todo el mundo ha oído hablar de Cornelius Agrippa. Su recuerdo es tan inmortal como su arte me ha hecho a mí. Todo el mundo ha oído hablar también de su discípulo, que, descuidadamente, dejó en libertad al espíritu maligno durante la ausencia de su maestro y fue destruido por él. La noticia de este accidente, verdadera o falsa, le ocasionó muchos problemas al renombrado filósofo.

Todos sus discípulos le abandonaron, sus sirvientes desaparecieron... Se encontró sin nadie que fuera añadiendo carbón a sus permanentes fuegos mientras él dormía, o vigilara los cambios de color de sus medicinas mientras él estudiaba. Experimento tras experimento fracasaron, porque un par de manos eran insuficientes para completarlos; los espíritus tenebrosos se rieron de él por no ser capaz de retener a un solo mortal a su servicio.

Yo era muy joven por aquel entonces —y muy pobre—, y estaba muy enamorado. Había sido durante casi un año pupilo de Cornelius, aunque estaba ausente cuando aquel accidente tuvo lugar. A mi regreso, mis amigos me imploraron que no regresara a la morada del alquimista. Temblé al escuchar el terrible relato que me hicieron; no necesité una segunda advertencia. Y cuando Cornelius vino y me ofreció una bolsa de oro si me quedaba bajo su techo, sentí como si el propio Satán me estuviera tentando. Mis dientes castañetearon, todo mi pelo se erizó, y eché a correr tan rápido como mis temblorosas rodillas me lo permitieron.

Mis vacilantes pies se dirigieron hacia el lugar al que durante dos años se habían sentido atraídos cada atardecer..., un agradable arroyo espumeante de cristalina agua, junto al cual paseaba una muchacha de pelo oscuro, cuyos radiantes ojos estaban fijos en el camino que yo acostumbraba a recorrer cada noche. No puedo recordar un momento en que no haya estado enamorado de Bertha; habíamos sido vecinos y compañeros de juegos desde la infancia.

Sus padres, al igual que los míos, eran humildes pero respetables, y nuestra mutua atracción había sido una fuente de placer para ellos.

En una aciaga hora, sin embargo, una fiebre maligna se llevó a la vez a su padre y a su madre, y Bertha quedó huérfana. Hubiera hallado un hogar bajo el techo de mis padres pero, desgraciadamente, la vieja dama del castillo cercano, rica, sin hijos y solitaria, declaró su intención de adoptarla. A partir de entonces Bertha se vio ataviada con sedas y viviendo en un palacio de mármol, y parecía como si hubiera sido altamente favorecida por la fortuna. No obstante, pese a su nueva situación y sus nuevas relaciones, Bertha permaneció fiel al amigo de sus días humildes. A menudo visitaba la casa de mi padre, y aun cuando tenía prohibido ir más allá, con frecuencia se dirigía paseando hacia el bosquecillo cercano y se encontraba conmigo junto a aquella umbría fuente.
Solía decir que no sentía ninguna obligación hacia su nueva protectora que pudiera igualar a la devoción que la unía a nosotros.

Sin embargo, yo seguía siendo demasiado pobre para poder casarme, y ella empezó a sentirse incomodada por el tormento que sentía en relación a mí. Tenía un espíritu noble pero impaciente, y cada vez se mostraba más irritada por los obstáculos que impedían nuestra unión. Ahora nos reuníamos tras una ausencia por mi parte, y ella se había sentido sumamente acosada mientras yo estaba lejos.

Se quejó amargamente, y casi me reprochó el ser pobre. Yo repliqué rápidamente:

    ¡Soy pobre pero honrado! Si no lo fuera, muy pronto podría ser rico.

Esta exclamación acarreó un millar de preguntas. Temí impresionarla demasiado revelándole la verdad, pero ella supo sacármela; y luego, lanzándome una mirada de desdén, dijo:

    ¡Pretendes amarme, y temes enfrentarte al demonio por mí!

Protesté que solamente había temido ofenderla a ella, mientras que ella no hacía más que hablar de la magnitud de la recompensa que yo iba a recibir. Así animado —y avergonzado por ella—, y empujado por mi amor y por la esperanza y riéndome de mis anteriores miedos, regresé a paso rápido y con el corazón ligero a aceptar la oferta del alquimista, e instantáneamente me vi instalado en mi puesto.

Hábito Lector No 8 - Octavo y Noveno

                    
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         HÁBITO LECTOR No.  8
        GRADOS OCTAVOS Y NOVENOS


DOS LATAS DE CONSERVA
Adel  López Gómez




3

Para Amezquita aquel singular hallazgo satisfacía en cierto modo un confuso deseo aventurero.  Y era este una disposición tal de ánimo que debió transmitir al fugitivo, suscitando en él un deseo ya fácil de confidencia. La cual se hizo más espontánea todavía cuando el propietario de la isla le llevó a su tolda y le ofreció un buen almuerzo en su compañía. Le veía débil y desamparado y advertía que su eventual prodigalidad parecía abrumarle. Cuando confesó haberse llevado sus latas, ello fue casi un motivo de regocijo y produjo el singular  resultado de que se confiase en el Liborio Amézquita plenamente.

Su caso, por lo demás, bien podía parecer el de un criminal de novela policiaca. Dos años antes había sido procesado en Bogotá por homicidio, y logrando huir el día mismo en que le fue notificado el auto de enjuiciamiento. A Amézquita no le sorprendieron sus reiteradas protestas de inocencia que, desde su punto de vista de abogado, encontraba obvias pero súbitamente  recordó el proceso aquel y la coincidencia de haber intervenido en el carácter de defensor de una tercera persona. Le preguntó sorpresivamente:
-       ¿Cómo se llama su mujer? 
-       Aurelia Valencia…

La recordó enseguida con exactitud. Su cara gordezuela  y bonita de muchacha sabanera. Sus ojos oscuros e ingenuos. Su pelo liso, caído sobre los hombros…había visto muchas veces su cara en los periódicos capitalinos, a raíz del crimen pasional, del cual se hizo culpable el amante de la victima…
 -¿Cómo se llama usted?
 - Dionisio Lema, señor.
 - Ah, si, Dionisio Lema… Claro lo recuerdo muy bien. Claro lo recuerdo muy bien.

Contestó el otro sorprendido:
- ¿Cómo? ¿Me recuerda? Estoy seguro de que usted y yo no nos habíamos visto nunca hasta hoy. 
- Si es cierto. Pero ocurre que yo fui el defensor del otro… 
-¿Pero cómo? ¿es que hubo otro…? 
- Lo hubo.

Lema, entonces, fue presa de una agitación inesperada. Se trataba de algo tan nuevo y sorpresivo para él que no acertaba a comprenderlo. De repente rompió a llorar sin que Amezquita osara interrumpirlo.